La pugna por el poder judicial en Estados Unidos

Este artículo fue publicado originalmente en Razón Pública bajo el título “Estados Unidos: La derecha se toma el poder judicial.”

La que faltaba

Este 26 de octubre los republicanos que tienen mayoría en el Senado confirmaron a la jueza postulada por el presidente Donald Trump, Amy Coney Barrett, como magistrada de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos.

Barret fue profesora de derecho y magistrada de un tribunal de apelación federal; sus publicaciones y decisiones indican que es muy conservadora. La escogencia es tanto más notable si se recuerda que Barret viene a reemplazar a la magistrada liberal Ruth Bader Ginsburg, que había fallecido pocos días antes.

Con esta decisión unilateral, apresurada y a pocos días de unas reñidas elecciones presidenciales, la Corte quedó integrada por seis magistrados de derecha y apenas tres progresistas.

La nominación de Barret es un parteaguas para el tribunal y para las instituciones democráticas. En este nombramiento convergen el largo proceso de transformación del poder judicial y el de la progresiva erosión de la democracia estadounidense.

Minorías organizadas

El esfuerzo por transformar el poder judicial dándole un tinte más conservador tiene dos motores: la Federalist Society (FS) y el movimiento cristiano conservador, también conocido como la derecha cristiana en Estados Unidos.

La FS es una organización privada de abogados y políticos conservadores que cuenta con más de sesenta mil miembros. Sus fundadores querían contrarrestar la influencia de las ideas liberales en el ejercicio de la abogacía y en el poder judicial en Estados Unidos. Como muestra Amanda Hollis-Brusky, esta organización se convirtió en una poderosa e influyente red que transformó la cultura jurídica de ese país.

La derecha cristiana es una amalgama de organizaciones religiosas (protestantes, evangélicos y católicos) que movilizan votantes y ejercen presión en favor de los candidatos y causas afines a sus posturas.

Este grupo tiene una dura posición antiaborto y está en contra de la sentencia de la Corte Suprema Roe vs. Wade (1973) que despenalizó el aborto en Estados Unidos. En una entrevista reciente, Marjorie Dannenfelser, presidenta de una de las organizaciones clave del grupo, afirmó que la prioridad de su trabajo era el ingreso a la Corte Suprema de jueces abiertamente opuestos al aborto. Dijo también que había pasado de ser crítica acérrima del candidato Trump, a darle apoyo entusiasta cuando este anuncio que nominaría jueces “provida” en su campaña de 2016.

La alianza de estos dos grupos fue incómoda al comienzo, pero ahora es efectiva. Hay una lista de candidatos aptos para la Corte Suprema, acreditados por la FS. Uno de los requisitos para hace parte de esa lista es ser antiaborto. A cambio de comprometerse a nominar abogados que estén en esa lista, Trump se benefició del músculo político, el trabajo de base y los votos de estos grupos.

Amy Coney Barrett es una candidata con credenciales impecables que cumple los requisitos de estas dos coaliciones. Llega a la Corte con 48 años para ocupar un cargo vitalicio. Este es el tercer nombramiento de Trump en este tribunal.

Jugadas antidemocráticas

Para aumentar la influencia de los conservadores en el poder judicial se necesitan aliados políticos, pues los jueces federales y magistrados de la Corte son postulados por el presidente y están sujetos a aprobación del Senado.

En este caso los aliados claves son el presidente Trump y el líder de la mayoría republicana en el Senado Mitch McConnell. Para hacer realidad la promesa de Trump se trastocaron las normas y procedimientos democráticos. Esta transgresión socava la legitimidad, reduce la transparencia e interfiere con la naturaleza de las instituciones democráticas.

El estiramiento de las reglas democráticas fue especialmente notorio en el nombramiento de los jueces a la Corte Suprema. El proceso es simple: la selección arranca cuando el presidente selecciona a un candidato, que se somete a la aprobación del Senado. El Senado por mayoría simple aprueba o rechaza. La Corte Suprema únicamente tiene nueve miembros que sirven de por vida.

En febrero de 2016, cuando Barack Obama estaba en su último año de gobierno y faltaban diez meses para las elecciones, murió el juez conservador Antonin Scalia. Obama nominó a Merrick Garland, un demócrata de centro, como su candidato para reemplazarlo.

En ese momento McConnell se negó a darle trámite a la nominación en el Senado. Argumentó que siendo año electoral debía dejarse esa nominación en manos del ganador de las elecciones presidenciales. Al poco tiempo de posesionarse, Donald Trump nominó al conservador Neal Gorsuch y el Senado lo confirmó.

Al negarse a siquiera considerar el candidato de Obama en 2016, McConnell rompió las reglas de la democracia estadounidense. Este año McConell hizo lo contrario: confirmar a Barrett cuando faltaban días —y no ya meses— para las elecciones.

La jueza Ruth Bader Ginsburg murió el 18 de septiembre de 2020. Barrett fue confirmada en 27 días (cuando la confirmación en promedio dura dos meses) y a apenas una semana de las elecciones presidenciales en las cuales Trump se juega su reelección.

El Senado frenó a Obama en la Corte Suprema y en los tribunales federales y de distrito al negarse a votar la aprobación de los candidatos que el presidente puso a su consideración.

Pero desde que Trump llegó a la presidencia, bajo el liderazgo de McConnell, la mayoría republicana aprobó con diligencia las nominaciones hechas por el Ejecutivo a los tribunales de apelación.

Saboteando la democracia

Las jugadas de McConnell (que los demócratas también hicieron, aunque con menor fuerza y frecuencia) debilitan las instituciones. Como señalan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, saltarse las reglas del juego constituye una amenaza seria al régimen democrático, pues desdibuja la cancha y favorece a ciertos jugadores.

A pesar de su controversial procedimiento, el nombramiento de Barrett consolida el proyecto conservador, al tiempo que enfurece a los demócratas. En un contexto de inestabilidad e incertidumbre, su llegada a la Corte Suprema pone sobre la mesa la posibilidad de que los demócratas tomen medidas extremas y poco democráticas, para ajustar cuentas con sus opositores.

Esto agravaría las ya debilitadas normas e instituciones democráticas de Estados Unidos. Si gana Trump, podemos esperar avances en la misma dirección y la consolidación del predominio conservador en el poder judicial.

Si Joe Biden gana y su partido obtiene una mayoría en el Senado, Biden tendría ante sí un abanico de opciones para apaciguar las críticas crecientes de sus copartidarios a la distribución y composición de la Corte.

Algunas propuestas para reformar la Corte incluyen instaurar límites a los años de servicio en el tribunal (no más términos vitalicios) y limitar su jurisdicción. La ‘opción nuclear’ consiste en aumentar el número de jueces, dándole la opción a Biden de nombrar magistrados adicionales a los nueve actuales.

Aumentar el número de magistrados sería una maniobra políticamente compleja, costosa y discutible a los ojos de muchos. Hasta el momento, Biden rehúsa comprometerse con esta idea. Por ahora, su propuesta es más diplomática: crear una comisión bipartidista que haga recomendaciones sobre nuevas reformas para la Corte.

El problema es el tiempo. Una comisión de esta naturaleza tomará meses, hay mucho descontento en el partido demócrata y no es claro que los Republicanos tengan incentivos para negociar.

Gane quien gane la elección presidencial, la controversia alrededor de la Corte Suprema seguirá y será el centro de muchas batallas. En el mediano plazo, una reforma a la Corte parece una posibilidad. Pero no está claro cómo se concertará, o si se forzará, esa reforma.

En cualquier caso, las tensiones alrededor del nombramiento de Barrett, y la forma en que el mismo se ejecutó, son otra muestra de la crisis que atraviesa la democracia norteamericana.